miércoles, 7 de septiembre de 2011

Aquel verano del 63.






" Cuando calienta el sol, aquí en la playa,
Siento tu cuerpo vibrar, cerca de mi ".


Se avecinan tormentas, este final de Agosto y principio de Septiembre. Pero, por mucho que las emisoras de radio estén recuperando sus programas estrella, ninguna de las dos cosas (ni las tormentas ni la vuelta a la normalidad de las emisoras) quiere decir que el Verano haya terminado. No hacía calor aquel verano de 1963, en el Norte. Tan en el Norte como en San Sebastián, nada menos.
Mi asignatura pendiente es viajar. Más allá de Puente Castro, por el Sur, o de Navatejera, por el lado contrario, ya me creo que me estoy aproximando al abismo precolombino. Pero, aquel año, que para Kennedy sería el último de su vida, el azar me llevó no solo hasta el confín de la Patria (que diría la cultura oficial de entonces), sino incluso más allá de la frontera del Bidasoa. Efectivamente, mientras la estancia en Donosti la ampliábamos a Fuenterrabia, donde veraneaban unos primos míos de Madrid algo pijillos, la promesa recibida era que en algún momento pasaríamos a Francia, aunque fuera un par de horas.
Aquí, no el principal objetivo, pero si uno de los más importantes, era comprobar la realidad que nos querían transmitir las revistas francesas que circulaban por mi casa, como el Paris Match, o el Marie-Claire. Ese ambiente juvenil en los aledaños de las playas, y sobre todo esas francesas absolutamente seductoras, con sus bikinis mínimos, como el que lucia Brigitte Bardot en una foto en blanco y negro que maldito el color que necesitaba. Además, a mi me fascinaban las ilustraciones del libro de francés, (ya llevábamos un par de cursos), y no sé por qué siempre me fijaba en una foto de un ciego tocando el acordeón, con su correspondiente pie descriptivo: " Un aveugle ". Mecachis, allí los ciegos no vendían el cupón, ¡tocaban el acordeón! Que países, oiga.
Por fin, una tarde, metidas más de ocho personas, y puede que diez, en un solo coche (hay que decir que éramos gente menuda, aunque ya empezábamos a adquirir tamaño a ojos vistas) y sin llevar ningún documento ni mis hermanos ni yo, pasamos una tarde la frontera, camino de San Juan de Luz y Biarritz.
Hay que decir que, probablemente, aquel año no debía haber grandes medidas de seguridad en cuanto a terrorismo se refiere, aunque ETA ya había empezado a asomar. Mi tía, que por su experiencia era la jefa de expedición (era la que veraneaba allí habitualmente) llevaba en su pasaporte de familia numerosa una foto en la que salían juntos todos mis primos pequeños, que no iban en la excursión. Así que mis hermanos y yo figurábamos como unos enanos mas, sin nombre ni personalidad jurídica concreta. El policía español echó un buen rato repasando documentos, con mucha pompa y circunstancia, sentado en su mesa al lado de una ventanilla por la que le habíamos entregado el pasaporte familiar y los pases de 24 horas de mis padres. Debió considerarlo correcto, y nos dio (o más bien nos otorgó) el paso. Los franceses eran mas nervisositos, correteando alrededor del coche. Atisbaron dentro del coche, luego a los papeles, otra vez dentro del coche... y por fin se miraron unos a otros y dijeron: " Mmm, c´est une famille ". Y también nos dejaron pasar.
Y ese fue mi primer triunfo de aquella jornada. En pleno verano de 1963 yo conseguí salir de España y volver, sin tener ni un puñetero papel en regla, ni DNI siquiera. Añadiendo la sensación que me produjo atravesar el puente entre los dos países, con la impresión de estar flotando entre dos mundos, suspendido en ninguna parte.
Y, allí, ¿qué podemos decir? Si, el ambiente al borde de la playa, lleno de gente joven, echando monedas en las maquinas de discos, los helados de máquina, que todavía no habían llegado a España, deliciosos, los coches italianos deportivos de cilindrada alta... tantas cosas impactantes para un mocito de provincias en 1963...
Pero nada me hará olvidar lo que vi al volver una esquina en San Juan de Luz. A un lado, junto a una pared, apareció un hombre sentado en una silla. Estaba tocando el acordeón, y llevaba gafas negras. Tocaba "cuando calienta el sol, aquí en la playa... ".
Mi hermano y yo nos quedamos pasmados, y luego nos miramos uno a otro, y los dos dijimos lo mismo, al tiempo, como en una película cómica: ¡"mira, un aveugle"!
Nadie podrá convencerme de que aquel no era el ciego de mi libro de francés. Por lo menos, para mí siempre lo será. Cuando después de muchos años hojeaba aquellas páginas sobadas, siempre volvía a ver aquella cara del hombre de San Juan de Luz, y volvía a oír el sonsonete pegadizo de " cuando calienta el sol ".